martes, 8 de abril de 2008

EL ESTADO y el campo

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Por Enrique M. Martínez Para LA NACION

El siguiente análisis tiene la vocación de entender y ayudar a entender el agudo conflicto agrario que se está desarrollando en el país.

Como primer elemento de referencia, y sobre fuentes tales como la página de los grupos CREA, la Bolsa de Rosario o la revista Nuestro Agro, de Rafaela, se puede decir que el cálculo sobre la rentabilidad de un productor tipo de la pampa húmeda, en campo propio, sea en soja o maíz, con los valores de retenciones y los costos actuales de insumos y de labranza, es que el beneficio bruto esperado resulta de más del 80% del capital circulante invertido, en 8 meses.

Prácticamente ningún analista agropecuario pone en discusión que la producción de cereales tiene, en términos relativos a otras actividades del campo, claras ventajas en cuanto a beneficio.

¿Qué se discute, entonces, con tanto ardor?

Una cuestión no menor: si el Estado tiene derecho a aplicar un impuesto especial y, en tal caso, cuál es la tasa admisible y cuál debe ser la forma de administrar los fondos. La tierra es un bien de oferta rígida. Una vez colonizada toda la superficie disponible, no hay posibilidad de ampliarla. Por lo tanto, es de esperar que su valor real, por el solo hecho de poseerla, aumente en el largo plazo. También es de esperar que genere una renta, cuando el propietario ceda el derecho de explotación a un arrendatario. Ambas cosas han sucedido en todo país agrícola en todo tiempo histórico normal.

Pero hay tiempos anormales. Unos, por la negativa, cuando, por caso, se aplicó la convertibilidad y se eliminó toda rentabilidad agraria, lo que provocó la quiebra de miles de productores. Otros, por la positiva, como el actual, cuando la combinación de fuerte demanda internacional de granos, que se ha de sostener a largo plazo, se combina con la demanda artificial, pero muy fuerte, generada por Estados Unidos, por su programa de biocombustibles. En este segundo caso, aparece una renta extraordinaria, que es legítimo que sea compartida por toda la sociedad por medio de un sistema de retenciones. Se puede discutir cómo se administran esas retenciones y es muy probable que sea legítimo el reclamo de que buena parte de ellas se coparticipen a las provincias, de manera que se utilicen para mejorar la infraestructura económica y social de los espacios donde se genera esa riqueza. Pero no veo manera de justificar que no existan retenciones en el contexto internacional actual.

Hablamos de los propietarios, pero más del 70% de la superficie sembrada es arrendada. ¿Quién da tierra en arriendo? Hay rentistas históricos: los dueños de grandes extensiones, que en muchos casos han explotado una parte de sus campos en forma directa, sobre todo con ganadería, y han dado en arriendo a porcentaje el resto. Hay otros rentistas tradicionales más pequeños. Son profesionales o comerciantes o industriales de las ciudades, que han comprado superficies pequeñas o medianas como refugio de valor, sin vocación ni posibilidad técnica de explotar la tierra en forma directa. ¿Quién toma la tierra en arriendo? El tejido productivo tradicional del campo argentino se integra con pequeños productores, dueños de unas decenas de hectáreas o aun sin tierra. Toman en arriendo las superficies de los grandes dueños o de los campos rentistas más chicos, y con eso componen unidades de entre algunos centenares de hectáreas a algunas miles, que trabajan con maquinaria propia o con las mil combinaciones. Históricamente, los campos se arrendaron a porcentaje. El dueño ha sido pasivo –no invirtió capital operativo– pero compartió el riesgo de la siembra y la cosecha.

Hasta que irrumpió el capital financiero. Acompañando la desesperanza de los chacareros sin recursos primero, durante la década de los 90, y la bonanza de los precios ahora, se han volcado enormes recursos financieros ajenos al campo, que comparan su renta con el plazo fijo y que, por lo tanto, obtienen un excelente negocio cuando superan el 10% de ganancia, valor que han triplicado o más en varios años. La tecnología de la siembra directa de soja ha sido funcional a esa irrupción, porque permite sembrar 50 hectáreas por día con un solo equipo, visitar el campo un par de veces más durante el crecimiento y luego cosechar. Esa es la manera en que hoy se siembran más de 8 millones de hectáreas de soja. Aquellos arrendamientos a 25 o 30% de porcentaje quedaron en la historia. Los fondos hoy pagan 500 dólares por hectárea fijos en las buenas tierras, lo que representa el valor neto de más del 50% de la cosecha. El gran propietario que entrega tierra, contento. El profesional o comerciante dueño de 100 hectáreas, disfruta de 40.000 a 50.000 dólares por año de renta. En proporción, más que quien tenga una oficina para alquilar en el centro de Buenos Aires. ¿Y quién pierde? El chacarero pequeño, que no tiene los 500 dólares por hectárea para competir con el fondo de inversión. Por lo tanto no puede sembrar. Es más: si tiene alguna superficie con vacas o un tambo, lo cierra y también él se hace rentista. No tiene opción.

¿Cómo se resuelve hasta hoy? Todos contra las retenciones. Si el valor de la producción se distribuye entre insumos vendidos por monopolios que crecen más que la inflación, alquileres en dólares fijos, labores de siembra y cosecha, retenciones, y sólo después el beneficio de quien trabaja la tierra, lo único que une a todos los actores es ir contra el Estado reclamando que se bajen las retenciones. Puede ser.

¿Quién puede decir si 40% está bien o 20% esta bien? Lo que me queda claro es que todo pedazo de la torta agraria que se recupere irá a manos del capital financiero, que siembra sin que sus capitalistas sepan en qué provincia se depositan las semillas, o a manos de los propietarios rentistas. El que trabaja la tierra y que no es empleado de los fondos tiene poco destino en este esquema, aunque bajen las retenciones.

El tema es demasiado complejo para resolverlo con un pequeño paquete de medidas. Pero llegados a este punto, con el actual nivel de irritación, tal vez valga pensar en un curso de acción como el que sigue: revisar la ley de arrendamientos para estirar los plazos mínimos de los contratos e incorporar la obligación de rotaciones grano-pasturas, lo que reducirá la actividad de los fondos; compensar por distancia al puerto y por tamaño de explotación, tal como se ha anunciado; desgravar a los productores que trabajen su tierra y que vivan a menos de 100 kilómetros de ella; definir un programa auténtico y activo de pequeña lechería, pequeña producción de carnes de todo tipo, que estimule la llegada hasta el consumidor final. Finalmente, no menor, sumar a los trabajadores rurales al escenario, impidiendo que ningún subsidio o compensación de ninguna naturaleza se haga efectiva a quien tenga trabajadores en negro. Tal vez esto reconstruya los puentes entre el campo y el Estado.

El autor es presidente del INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial).

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